(Archivo Histórico-CER) |
Nada se le resistía y desde unas finas tijeras hasta un hacha, pasando por un cuchillo jamonero: todo era afilado con verdadera maestría. El precio de este servicio era variable, en función al trabajo a realizar, y muchas veces se ajustaba un trueque de productos comestibles (patatas, alubias, maíz, etc.) por el valor del trabajo, dada la penuria de los tiempos, especialmente la década de los 40 y los 50. Estos artesanos venían a La Raya una o dos veces por semana, dependiendo de la época, y normalmente era siempre un mismo profesional a quien ya se conocía de tiempo atrás. A veces se alternaba con otro trabajador que venía en semanas diferentes.
El oficio de afilador también se combinaba con el de paragüero, y así tenían dos opciones de trabajo. En aquellos años de pobreza si un paraguas se estropeaba, solía ser reparado salvo que la rotura fuese muy severa o muy costosa. Estos trabajadores manualistas, con paciencia de santo, sentados en el suelo y con unas cuantas herramientas básicas, retiraban las varillas defectuosas y las cambiaban por otras en mejor estado o remendaban la tela; los repuestos que usaban eran de unos paraguas que traían para tal menester, paraguas ya en desuso y de los que se aprovechaban todas sus piezas y componentes.
El vecindario sabía que llegaban al pueblo tras escuchar el clásico reclamo a puro grito: ¡afilaor y paragüero! ¡Se afilan cuchillos, navajas, tijeras… se arreglan paraguas y sombrillas! Otras veces hacían girar la rueda y pasaban sobre su aro de hierro una lámina de metal que hacía un silbato muy característico y agudo. Algunas veces estaban todo el día corriendo las calles del pueblo y algunos barrios cercanos, desde la mañana hasta prácticamente la caída de la tarde, dependiendo de los trabajos que hubiesen podido realizar. Al mediodía solían sentarse al sol o bajo la sombra de un árbol, según la época del año, para tomar una comida ligera, aunque algunas veces eran invitados por determinadas familias que compartían con ellos solidariamente su pobre mesa. También, si la jornada había sido buena y productiva, entraban en cualquiera de las tabernas del pueblo y se bebían unos buenos chatos de vino.
Gracias a estos profesionales los pueblos y aldeas rurales tenían unos servicios que de otra forma hubiera sido difícil hallar pues los transportes públicos o privados escaseaban y no todos vivían cerca de la capital o de ciudades de importancia. Ya bien avanzada la década de los años 60, con la mejora del nivel de vida, muchos de estos oficios fueron quedando obsoletos y desaparecieron en la práctica.
(C.E.R.)