domingo, 5 de agosto de 2012

(Editorial): Crisis, el rayo que no cesa


Si todos los resortes que mueven la vida social, laboral, económica, sindical o política de un país se encontrasen en un panel de control, en estos momentos todas las luces rojas estarían encendidas, señalando un peligro inminente. Tal es la situación que atraviesa España en los momentos actuales, solo comparable a los peores tiempos de la posguerra. De hecho lo que hoy estamos viviendo es un eco de aquella década de los 40 y gran parte de los 50 que muchos de nosotros hemos conocido, con la única excepción que teníamos el precedente de una guerra aún peor, con su secuela de sangre, muerte y destrucción y la consiguiente actividad represora.


Hoy volvemos de nuevo al pasado, salvando algunos matices. Lo peor de todo es que hemos conocido una reciente década de enriquecimiento que aún siendo artificial nos hizo creer a todos –o a una mayoría- que la mítica figura de la Arcadia feliz era una realidad, cuando solo era un sueño que pronto se iba a tornar en pesadilla. Por eso, al esfumarse los sueños y encontrarnos con la cruda realidad,  el golpe es más duro aún. A mí personalmente me sigue recordando mucho a la década de los cincuenta, que con más lucidez recuerdo, cuando frente a personas que lo tenían todo o casi todo, había gente que no tenía nada o casi nada. Ahí fue donde las diferencias sociales se vieron y vivieron con mayor crudeza. Había orgullosos paniaguados, cipayos del Régimen o de la Iglesia, que lo tenían todo; les llamábamos los bien comidos y bien vestidos y se apreciaba perfectamente su “status”. Los otros, los demacrados, los desposeídos, los herederos de viejos republicanos que habían acabado sus días en el paredón o habían encanecido en una cárcel, éramos una mayoría famélica que intentaba subsistir con dignidad dentro de nuestra pobreza.

Recuerdo las caras de envidia de muchos niños a la salida del colegio, por la tarde, mientras veíamos a otros niños-bien, los hijos de los mandamases,  devorar ostentosamente las suculentas meriendas, frente al mendrugo de pan duro que muchos llevábamos en el zurrón, con algunas gotas de aceite por todo companaje. Recuerdo también la vergonzosa ostentación de poder de algunos jerifaltes, ganadores de cruzadas, eclesiásticos de pro y salvapatrias insignes, frente a la humillante situación de un pueblo mayoritariamente  hundido en la miseria, sin que hubiese un mínimo de caridad para él. Siempre son los mismos quienes han de sufrir los errores ajenos, porque siempre en este puñetero país, nos guste reconocerlo o no, hay vencedores y vencidos, sin importar la causa o la ideología. El poder de mimetismo es tal que solo basta cambiar unos cuantos conceptos del discurso y el color de la chaqueta para acomodarse a cada Régimen, apoltronarse y medrar.

Del queso enlatado y la leche en polvo americanos (la carne en conserva ni se vio, salvo en la mesa de algún jerarca) hemos pasado a la dádiva de Cáritas; del viejo pantalón remendado y la alpargata a la búsqueda nocturna en los contenedores de basura, de la cartilla de “fiao” en la tienda, a la hipoteca bancaria, de la desesperación antigua, a la desesperación moderna…¿En qué hemos cambiado?  Este ha sido, es y será probablemente en el futuro, el eterno drama de España, el ciclo histórico repetitivo que nos aguarda a la vuelta de cada esquina del tiempo. Y lo será mientras no hagamos un cambio radical, un cambio netamente revolucionario no solo en el país, sino dentro de nosotros mismos.

(P.C. CERMEÑO)