Si todos los resortes que mueven la vida social, laboral,
económica, sindical o política de un país se encontrasen en un panel de control,
en estos momentos todas las luces rojas estarían encendidas, señalando un peligro
inminente. Tal es la situación que atraviesa España en los momentos actuales,
solo comparable a los peores tiempos de la posguerra. De hecho lo que hoy
estamos viviendo es un eco de aquella década de los 40 y gran parte de los 50
que muchos de nosotros hemos conocido, con la única excepción que teníamos el
precedente de una guerra aún peor, con su secuela de sangre, muerte y destrucción
y la consiguiente actividad represora.
Hoy volvemos de nuevo al pasado, salvando algunos matices.
Lo peor de todo es que hemos conocido una reciente década de enriquecimiento
que aún siendo artificial nos hizo creer a todos –o a una mayoría- que la
mítica figura de la Arcadia feliz era una realidad, cuando solo era un sueño
que pronto se iba a tornar en pesadilla. Por eso, al esfumarse los sueños y
encontrarnos con la cruda realidad, el
golpe es más duro aún. A mí personalmente me sigue recordando mucho a la década
de los cincuenta, que con más lucidez recuerdo, cuando frente a personas que lo
tenían todo o casi todo, había gente que no tenía nada o casi nada. Ahí fue
donde las diferencias sociales se vieron y vivieron con mayor crudeza. Había
orgullosos paniaguados, cipayos del
Régimen o de la Iglesia, que lo tenían todo; les llamábamos los bien comidos y
bien vestidos y se apreciaba perfectamente su “status”. Los otros, los
demacrados, los desposeídos, los herederos de viejos republicanos que habían
acabado sus días en el paredón o habían encanecido en una cárcel, éramos una
mayoría famélica que intentaba subsistir con dignidad dentro de nuestra
pobreza.
Recuerdo las caras de envidia de muchos niños a la salida
del colegio, por la tarde, mientras veíamos a otros niños-bien, los hijos de
los mandamases, devorar ostentosamente las suculentas
meriendas, frente al mendrugo de pan duro que muchos llevábamos en el zurrón,
con algunas gotas de aceite por todo companaje. Recuerdo también la vergonzosa
ostentación de poder de algunos jerifaltes, ganadores de cruzadas,
eclesiásticos de pro y salvapatrias insignes, frente a la humillante situación
de un pueblo mayoritariamente hundido en
la miseria, sin que hubiese un mínimo de caridad para él. Siempre son los
mismos quienes han de sufrir los errores ajenos, porque siempre en este
puñetero país, nos guste reconocerlo o no, hay vencedores y vencidos, sin
importar la causa o la ideología. El poder de mimetismo es tal que solo basta
cambiar unos cuantos conceptos del discurso y el color de la chaqueta para
acomodarse a cada Régimen, apoltronarse y medrar.
Del queso enlatado y la leche en polvo americanos (la carne
en conserva ni se vio, salvo en la mesa de algún jerarca) hemos pasado a la
dádiva de Cáritas; del viejo pantalón remendado y la alpargata a la búsqueda
nocturna en los contenedores de basura, de la cartilla de “fiao” en la tienda,
a la hipoteca bancaria, de la desesperación antigua, a la desesperación
moderna…¿En qué hemos cambiado? Este ha
sido, es y será probablemente en el futuro, el eterno drama de España, el ciclo
histórico repetitivo que nos aguarda a la vuelta de cada esquina del tiempo. Y
lo será mientras no hagamos un cambio radical, un cambio netamente revolucionario
no solo en el país, sino dentro de nosotros mismos.
(P.C. CERMEÑO)

