Hay olores que se nos han quedado grabados y asociados
a determinados lugares o momentos. En mi caso, la mayoría de esas sensaciones
se corresponden con los recuerdos de mi niñez en La Raya.
Como vivíamos junto al molino, unos de los primeros
olores que tengo registrados es el del pimentón. Durante los días que duraba su
molienda, las casas de alrededor quedaban impregnadas de ese aroma tan
característico. Es curioso que no recuerde el olor que seguramente había cuando
molían maíz, por ejemplo. La molienda también llevaba aparejado un continuo
traqueteo en las ventanas de las casas; parecía que los cristales fueran a
reventar.
Con una casa de por medio estaba la tienda de la señora Pura y ahí se generaba
otro de los primeros olores que impregnan mis recuerdos. En la época de las
matanzas, comenzaba con el de la cebolla cociéndose en su caldera, le seguía el
de la piel chamuscada del cerdo y finalizaba con el relleno para los embutidos.
Son estos olores estimulantes, reconstituyentes, que abren el apetito.
Adentrándome más en el pueblo, otro de los olores
nutritivos procedía del horno de Antoñico –este es al que iba mi madre. ¡Que
bien huele un horno cuando cuecen el pan! A veces iba a por el pan y era uno de
los mandados que más me agradaba. ¿Y qué decir del aroma de los asados que
llevaban las mujeres en las llandas?
Desde el horno hasta sus casas dejaban un rastro que alimentaba y te hacía
salivar.
Con todo lo anterior, nada comparable al aroma que
invadía todo el pueblo en Navidad. Cierro los ojos y parece que estoy viendo el
trasiego de llandas y tablones con
los dulces cocidos. En esa tabla los mantecados, en esta otra la tortas y en aquella
pastelillos de cabello de ángel; no me olvido de los cordiales.
Confieso que mi recuerdo olfativo tiene una
preferencia, no solo por la fragancia, sino por el ambiente que lo envolvía. Me
refiero a la mercería de Amalia, en la plaza.
Para mí, entrar en ese establecimiento era entrar otro
mundo. Recuerdo que en invierno había una mesa de camilla y eso, junto a los
olores de los productos que se vendían a granel, creaban un ambiente acogedor,
muy agradable, como para quedarse allí. Se podía distinguir el aroma de la
colonia Barón Dandy para hombre y la de “Maderas de Oriente” de Myrurgia para
mujeres (no creo que hubiera muchas mas, yo no las recuerdo); no me olvido del
masaje “Geniol” –Masaje Facial Vitaminado-, de los polvos de talco y de la
colonia “Heno de Pravia”.
Desde su local, y a través de la puerta de cristales,
Amalia y alguna de las mujeres que le acompañaban, eran testigos de la vida
sencilla y rutinaria que se desarrollaba –parafraseando al poeta- en La Raya,
vuestro pueblo y el mío.
En el pueblo había otros olores menos agradables, pero
esos, esos mejor no evocarlos…
JOAQUÍN MOLINA MULITERNO

