LA RECIENTE ENTREVISTA A SU DIRECTOR ES TODA UNA DECLARACIÓN
DE INTENCIONES QUE PONE LOS CABELLOS COMO ESCARPIAS A QUIENES YA SUFRIMOS LAS
CONSECUENCIAS DE AQUEL NEFASTO RÉGIMEN Y SUS ADLÁTERES
“Antes que ser
atendido en el futuro por un médico formado en la UCAM, preferiría poner fin a
mi vida y a mis sufrimientos, bien por mis propios medios, bien por medio de la
piadosa ayuda de algún allegado”.
Así, con estas dramáticas palabras, me hablaba hace poco un amigo, al barajar
la posibilidad de padecer una futura o probable enfermedad terminal. Este viejo
compañero acababa de leer la entrevista que el diario La Verdad había hecho al
director de la citada Universidad, cuyo integrismo religioso es público y
notorio.
Leí poco después la entrevista y, desde luego, no cabe duda
que es toda una joya ideológica del más rancio tufo cavernario que me recuerda
también aquellos lejanos años, cuando los tentáculos de la Iglesia lo abarcaban
prácticamente todo y ésta se creía dueña de la vida y el destino de la gente. Me vino entonces a la memoria un caso que viví
en mi adolescencia y que dejó en mí una huella indeleble. De manera casual y
acompañando a unos familiares, fuimos a visitar a un enfermo de cáncer que se
encontraba en los últimos días, o quizá horas, de su dolorosa y amarga
existencia. Aquel pobre hombre, con el rostro demacrado por el dolor, se
debatía entre angustiosos espasmos y daba unos gemidos que taladraban los oídos
hasta el estremecimiento; aún resuenan en mi interior con terrorífica lucidez,
como si los años no hubieran transcurrido y el tiempo se hubiese detenido en esa cruel experiencia. Rematando la patética escena, había unas
cuantas beatas muy enfervorizadas rezando rosario en mano y con la habitación
llena de estampas, pequeñas imágenes y luminarias encendidas por todas partes.
Hasta el ostentoso crucifijo que
colocaron adosado a la pared me pareció una figura siniestra. Ellas salmodiaban
sus preces, mientras el enfermo se retorcía literalmente de dolor. Creo que fue
ese el momento en que empecé a odiar a la religión y a preguntarme si la piedad
que tanto proclaman en su ideario no es más que una figura retórica, vacía y sin
sentido. Pese a mi juventud me pregunté qué clase de Dios y de religión eran
aquellas que permitían tan brutal sufrimiento a un ser humano en la última
etapa de su vida y porqué en vez de paliar sus terribles dolores, aquellas
arpías beatas lo ofrecían como una especie de holocausto por la salvación de su alma, insensibles a la incesante tortura a
la que aquel pobre hombre estaba sometido. Murió unos días después sin que tan
“piadosas” preces y rosarios sirvieran para nada, cuando unas simples inyecciones
de morfina hubiesen bastado para que aquella muerte se hubiera producido con un
mínimo de dignidad.
Pero eran unos tiempos en que Iglesia y Estado, en la
práctica, eran una misma cosa. Una especie de satánico contubernio que nos
mantuvo amordazados hasta que la libertad de toda una Nación pudo ser
recobrada. Más de treinta años después de haberla recuperado, y de manera
incomprensible, la Eutanasia, esto es, la muerte digna para quien ya no tiene
la más remota esperanza de vida y sí la certeza de un agónico sufrimiento, aún
sigue sin ser legalmente considerada una práctica humanitaria y habitual en
aquellos casos donde la ciencia médica ya no tiene la más remota posibilidad de
sanar al enfermo.
Por supuesto que es y debe ser una decisión personal, respetable
en uno u otro sentido, pero el Testamento Vital debería ser amparado por las
leyes de la misma manera que se consagra en los textos constitucionales la
libertad del individuo para ejercer cualquier decisión personal y
trascendente que no menoscabe su
dignidad. Si el ordenamiento jurídico,
en teoría, tiende a salvaguardar la inviolabilidad de los derechos
fundamentales ¿porqué entonces denegar ese derecho ante una muerte certera e
irreversible? ¿Porqué la comunidad sanitaria tiene que prolongar la vida
artificialmente, cuando el sufrimiento también es irreversible? La ciencia
médica ha avanzado mucho y gana muchas batallas, aunque el final pierde la
guerra. ¿Porqué consentir, entonces, que una persona sufra durante días, meses
o años una interminable agonía para, al final, morir irremediablemente? Se
habla mucho del humanitarismo cristiano, pero éste continúa mediatizado y
subyugado a la ideología de la Iglesia y a los dictados de la religión. ¿Porqué
no hacer que prevalezca un humanitarismo ético y laico? Si es verdad que existe
un Dios infinitamente misericordioso y un alma en cada ser humano, no creo que
sea condenado eternamente por abandonar la vida con el menor sufrimiento
posible. Pero ya a lo largo de la Historia hemos podido comprobar el concepto
que la religión tiene del dolor cuando éste se infringe a los demás. No hay más
que recordar a su ominosa y fanática Organización criminal llamada Santa
Inquisición que para purificar supuestamente el alma sometían al cuerpo a las
más vil y execrable de todas las torturas: la muerte en la hoguera o lo que es
igual, elevar el grado de sufrimiento a su más horripilante expresión, por lo
que no cabe esperar otra cosa de este fanatismo integrista que aún persiste en
los albores del siglo XXI, en una época donde la Ciencia y la Razón están
poniendo en tela de juicio muchos principios que ya han sido desfasados por la
propia realidad.
Pero lo que de verdad resulta realmente trágico es que
personas con niveles de formación superior, jóvenes que se suponen inteligentes
y cultos, se dejen seducir por esa propaganda anclada en los peores tiempos de
nuestra historia más reciente y acepten como verdades absolutas un sectarismo
ideológico que, como decía Pablo Neruda, exhala un insoportable tufo
sotánico-satánico. La Eutanasia, al fin, debe ser no un deber, sino un derecho
inalienable de cada ser humano para que pueda decidir en determinados casos el
modo en que han de finalizar sus días. Todo lo demás sigue siendo un desfasado,
ignominioso y abominable integrismo religioso de la peor especie.
(M.J.SCHNEIDER)

